sábado, 7 de abril de 2012

Comentario 8














Es casual que el ideal de la justicia se represente como la efigie de una mujer con los ojos vendados que porta en una mano una balanza y en la otra una espada, pues con ello se quiere señalar que todos los individuos son iguales ante ley, y que esta será administrada de forma imparcial y objetiva por los jueces. La justicia es uno de los bienes más preciados de las sociedades democráticas modernas, ya que de su correcto funcionamiento dependen las demás instituciones básicas del Estado. Las reglas del juego son muy sencillas y obedecen al principio de separación de poderes acuñado en su día por Montesquieu, de forma que las Cortes Generales representan al pueblo y ejercen la potestad legislativa del Estado, el Gobierno ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria, y el poder judicial administra la justicia a través de jueces y magistrados independientes, inamovibles y sometidos al imperio de la ley en el ejercicio de su labor jurisdiccional. Ahora bien, la justicia es administrada por personas que tienen sus propias creencias, las cuales no tienen por qué coincidir necesariamente con lo que ordenan o permiten las leyes. El problema se da cuando los jueces permiten que sus creencias personales primen sobre la correcta aplicación de las leyes. Esto no quiere decir que los jueces no tengan derecho a la libertad ideológica y religiosa, pero la correcta administración de la justicia exige que cuando sus responsables se pongan la toga para ejercer la función jurisdiccional dejen sus creencias personales en el armario junto a su ropa de ciudadanos y ejerzan de forma imparcial la elevada función que la sociedad civil les encomienda. Las creencias personales no pueden estar por encima del interés general que representa la correcta administración de la justicia, ya que cuando esto ocurre los jueces y los ciudadanos dejan de ser tales y se convierten respectivamente en tiranos y en siervos de una dictadura ideológica. La objetividad y la imparcialidad son dos requisitos imprescindibles para ejercer la potestad jurisdiccional, y cuando se pierden deben ser los propios jueces los que, conscientes del grave daño que sus decisiones pueden generar a la sociedad, renuncien a su cargo. "ÓSCAR CELADOR ANGÓN"

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